Cuando escribo divulgación o reviso
artículos para ¿Cómo ves?, siento una
presencia que me vigila por encima del hombro, como si una maestra regañona me
estuviera revisando la tarea: es el rigor científico, objeto de las obsesiones
y las fantasías eróticas de todo divulgador serio. Si al escribir me permito
una metáfora mamerta, el rigor científico me da un manazo y chasquea la lengua;
si me abandono al lirismo, me propina un zape guajolotero con un periódico
enrollado.
El rigor científico en la
divulgación también les ocupa la mente a algunos investigadores que patrullan
las páginas de ¿Cómo ves? cual
concienzudos glóbulos blancos, a la caza de pifias y despropósitos que los
editores hayamos podido cometer al preparar los artículos para publicación. Así,
de tanto en tanto recibimos llamadas o e-mails de estos pulcros representantes
del rigor científico. “No es cierto que Plutón lo descubrió Walt Disney”, nos
informan. O bien: “Se equivocaron: el mosquito anófeles no se llama así por
picar solamente en las pompas”. Nosotros hacemos acto de contrición y
publicamos una fe de erratas, además de aguzar los sentidos para no regarla
otra vez. Para mejorar la calidad de nuestro trabajo siempre es bueno que haya
alguien que nos señale nuestros errores.
Pero es mucho mejor que haya
alguien que les señale nuestros errores a
nuestros jefes. Cuando, en la escuela, la maestra me decía: “¡De Régules!
¡Tienes una letra horrible!”, a mí me entraba por un oído y me salía por el
otro. Pero cuando se lo decía a mi mamá, la cosa cambiaba. Las mamás tienen la
sartén por el mango. Al recurrir a mi mamá, la escrupulosa educadora podía
pasar por encima de mis despreciables motivos y mi impertinente
autodeterminación para garantizar que yo sacara provecho de su sabiduría. Todo
por mi bien, no faltaría más.
Los divulgadores —¡niños que
somos!— a veces también necesitamos que se entere mamá para que atendamos las
siempre atinadas reclamaciones y sugerencias de los vigilantes de la
divulgación. Nada garantiza que hagamos caso si nos las comunican solamente a
nosotros. Por eso es muy bueno que el sistema inmunitario de la divulgacción
incluya también leucocitos oficiosos de talante más policial que, en vez de
perder el tiempo con nosotros, llevan sus quejas y recomendaciones directamente
a la fuente de toda autoridad legítima. Al recurrir a nuestro jefe, estos
sabios observadores mejoran las probabilidades de que hagamos exactamente lo
que reclaman, sin chistar ni interponer argumentos ociosos (por provenir de
nosotros) como “nuestra revista no está organizada así” y “su artículo está
escrito con las patas, por decirlo eufemísticamente”.
Los divulgadores que no tienen jefe
están abandonados a su propio juicio en toda circunstancia. Cuando uno de esos
benévolos avatares del rigor científico les hace una recomendación o una
crítica, tienen que decidir por sí solos si las aceptan y se enmiendan. Eso
quiere decir que a veces los muy tontos no las aceptan ni se enmiendan.
¡Pobrecitos! Si no están bajo una autoridad
a través de la cual puedan imponerse los leucocitos oficiosos, ¿cómo pueden
éstos alumbrarles el sendero? No tener jefe, digo yo, es como no tener madre.
Un día unos investigadores de
opiniones muy firmes acerca de la recta práctica de la divulgación nos
sugirieron a Estrella Burgos y a mí que ¿Cómo
ves? dedicara un número especial a cada instituto de investigación
científica de la UNAM. No tuvimos dificultad en imaginarnos las hordas de
lectores ávidos que, alentadas por la promesa de emociones infinitas, se
arrebatarían los últimos ejemplares del número dedicado al Centro de Ciencias
de la Materia Condensada o al Instituto de Física. Con todo, echamos la
recomendación en saco roto. ¿Ven lo que les digo? Si estos investigadores
hubieran convencido a nuestros jefes, otro gallo cantaría.
Los leucocitos oficiosos pueden
ser, además, los personajes más entrañables de una vida. Yo recuerdo con
inmenso cariño —cómo no— a las maestras que me acusaban con mi mamá. Estoy
seguro de que además, si me esfuerzo mucho, algún día hasta entenderé en qué forma,
exactamente, me benefició su influencia.
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